Había una vez una paloma salvaje; tenía su nido en el bosque cerrado, allí donde el asombro habita junto al escalofrío entre los esbeltos troncos solitarios.
No muy lejos, donde el humo asciende en la casa del labrador, habitaban algunas de sus parientes lejanas: dos palomas domésticas.
Un día hablaban entre ellas de la situación de los tiempos y del sustento. La paloma salvaje decía:
-Soy rica e inmensamente feliz, unos días encuentro mucho alimento y otros, poco, pero siempre hay algo que comer. Hasta la fecha nunca he tenido problemas. Yo confío en la naturaleza y dejo que cada día me sorprenda con su providencia.
Las palomas domésticas levantaron un poco la cabeza y dijeron que “querían lo mejor” para su prima salvaje, y por ello le hicieron ver que en realidad era pobre, que no tenía nada y que vivía en la más absoluta inseguridad, dependiendo del día a día.
Una de ellas dijo:
-Nosotras sí que tenemos el porvenir asegurado junto al labriego con quien vivimos. Cuando realiza la recolección, nos sentamos en la cumbre del tejado y vemos al labriego acarrear un saco de grano detrás de otro hasta el pajar, y entonces sabemos que hay bastantes provisiones para largo tiempo.
Esa tarde, cuando la paloma salvaje volvió a su nido, pensó por primera vez que ella era pobre. Comenzó a mirarse de otro modo, con los ojos de los demás; comparó su modo de vida con el de sus parientes y se le ocurrió pensar que debía ser estupendo saberse asegurado el sustento. Y se lamentó de tener que vivir constantemente en la incertidumbre.
-De ahora en adelante – se dijo -, lo mejor será que vaya pensando en arreglármelas para lograr hacer aunque sea un pequeño acopio de provisiones, que podría ocultar en algún lugar muy seguro para vivir tranquila.
Desde aquel momento, la paloma salvaje empezó a estar preocupada por el sustento y por el porvenir. Conoció una angustia que no conocía. Y, en lugar de más tranquilidad, cada día conquistaba mayor inquietud.
La realidad frustraba una y otra vez su empeño de amontonar bienestar, y la paloma no volvió a estar contenta; su plumaje empezó a perder colorido y su vuelo ligereza. Todos los días conseguía su sustento, su apetito de alimento se saciaba alguna vez, pero era como si no se saciase, porque su preocupación por el acopio la hacía seguir teniendo “hambre”… No podía dejar de pensar en lo que tenía, hasta que terminó convirtiéndose en una envidiosa de las palomas ricas.
Piensa en ello, si quieres…