Tras un par de artículos (ver “Las Relaciones” y “Cultivando las relaciones”) donde he intentado dejar mi arbitrariedad a un lado, paso ahora a exponer mi visión más personal.
Soy de esas personas que, durante años y sin verbalizarlo, creía que la relación de pareja era el eje central que movía mi brújula amorosa. Quizás porque nunca me sentí suficientemente querida por mi familia de origen, quizás porque no tenía amigas, quizás porque pensaba que la vida social no iba conmigo… ¡vete tú a saber cuál era la base donde se apoyaba mi sentimiento!
Quizás en todas estas razones, quizás en ninguna de ellas. La realidad es que, durante esos largos años, cualquier relación amorosa o afectiva que no fuese la de pareja, carecía para mí de suficiente valor.
El contacto con la Gestalt me llevó por derroteros desconocidos e insospechados, mi grado de inconsciencia era tal que nunca se me ocurrió imaginar que una de las preguntas de esa época: “¿qué he hecho yo para merecer esto?” (aplicada al más puro estilo Almodóvar, ciertamente me sentía como las mujeres de sus películas, totalmente víctima de mis circunstancias; qué le voy a hacer si era teatrera y un pelín patética), se acabaría convirtiendo en: “¿Cómo he contribuido yo a recibir esto?”.
Sin buscar con ello una excusa que me exima en absoluto de mi responsabilidad, considero que he padecido un empacho de creencias nocivas que, junto con mis vivencias, me llevaron a extraer conclusiones determinadas y erróneas.
En un lado del cuadrilátero están las películas y los cuentos románticos, donde el amor de pareja te salva de cualquier circunstancia adversa. En la otra esquina, la educación feminista de boquilla, esa de propaganda pero de pocos hechos reales que me decía que yo era suficiente e independiente, pero no acababa de ayudarme a serlo.
En la tercera, las vivencias familiares: he mamado el ejemplo de las mujeres de mi estirpe, viéndolas interpreté que mi misión en la vida era amar y respetar a mi pareja por encima de TODO, abarcando esta totalidad mi realización individual a cualquier nivel y por encima de cualquier otro ser humano, incluidos los hijos.
Me quedaría la última esquina, esa donde me colocaba sin saber muy bien hacia dónde ir, a veces hacia un lado, a veces hacia el otro.
El príncipe azul ha impregnado mi mundo emocional de un marcado tono rosa sucio. Un rosa “Corín Tellado”, un color pasteloso con un suave tufillo a rancio, que compartía espacio con un oscuro gris, fruto de la incomprensión sobre mi apetencia, la cual me empujaba hacia el príncipe como meta y fin, aunque una parte de mí se resistía a ello.
Evidentemente, obviamente, infaliblemente, seguidos de todos los sinónimos que se os ocurran, me llevaron a vivir de la forma más confusa e incoherente posible, dando prioridad a lo inmerecido por encima de lo merecedor.
Con el trabajo personal aprendí que no sentirme querida por mi familia de origen no significaba no haberlo sido, simplemente no entendí su afecto, no lo vi. Que no tener amigas significaba que no me había abierto a buscarlas en primera instancia o había sido incapaz de mantener ese vínculo desde la constancia. Que la vida social no es algo que venga a llamar al timbre, es algo que se encuentra saliendo a la calle. Reconocí que no había contribuido en absoluto a recibir lo que a gritos llevaba pidiendo.
Que el cariño es cariño venga de donde venga y que, si dejas las expectativas, los falsos ideales y las creencias caducas, puedes empezar a apreciar lo que obviamente está a tu vera.
Cuando por fin he dejado de obcecarme en que el verdadero amor es sólo el de la pareja, he descubierto que este se encuentra en el simple estar con alguien desde la autenticidad, apreciando el lazo que nos une (familia de origen, familia política, amistad) sin pretender encontrar nada más que lo que hay, aceptando que las expectativas estorban y entorpecen el más bello sentir del AMOR en mayúsculas, que es ese sentimiento de unión, simple y al mismo tiempo GRANDIOSO.