Al final del primer año de mi formación en Terapia Gestalt, uno de los conflictos a los que tuve que enfrentarme fue la aceptación de que los terapeutas, los formadores, esas personas que miraba con admiración, eran al igual que yo personas con problemas y dificultades. Durante varios meses me sentí defraudada, estafada y engañada. Era como si de golpe la idílica, bucólica y utópica fantasía de que todo podía ser mejor se hubiese desmoronado; de un manotazo la ilusión de convertirme en alguien diferente se había destrozado tan fácilmente como un castillo de naipes.
Había iniciado hacía ya un tiempo mi proceso de crecimiento personal. Hacía terapia individual, me apuntaba a diferentes talleres y cursos, es decir, ya conocía algo del tema, sabía, o al menos creía saber, bastantes cosas al respecto. Incluso intelectualmente podía entender que “ellos” no eran diferentes ni perfectos, pero hasta que no conseguí vivenciarlo, verlo, sentirlo, palparlo, no fui capaz de aceptarlo plenamente. Un pequeño roce con uno de ellos hizo que la admiración desmesurada se convirtiera en una decepción también mayúscula. ¿Cómo podía ser que esta persona se comportara de este modo?
Les había idealizado y me costaba aceptar la realidad.
Los terapeutas, como el resto de seres humanos, tenemos nuestro carácter y vivimos épocas dulces y amargas. Como todos, podemos ser descorteses y maleducados, egoístas, presuntuosos, manipuladores, envidiosos… Pero procuramos aceptarlo, intentando darnos cuenta de cuándo nuestro yo menos sano aparece, minimizando en lo posible su efecto. Es decir, amamos, nos casamos y nos separamos. Tenemos hijos o padres conflictivos. Cometemos desaguisados y equivocaciones. Eso sí, procurando levantarnos una y otra vez para que la próxima ocasión sea mejor que la anterior.
No es la primera vez que hablo de esta parte humana del terapeuta (ver “Pequeñas cosas”) aunque quizás, hasta este post, habían sido más bien apuntes o retazos que aparecían formando parte de otro tema.
Esta vez quiero hacerle clara referencia, quiero recordar y hacer hincapié en esta falsa iluminación que muchos clientes creen ver en nosotros. Bien es cierto que, al iniciar un proceso con un nuevo cliente, no suelo contarle casi nada sobre mí. Con el tiempo, y si creo que puede serle de ayuda, puedo hacerle partícipe de alguna de mis experiencias, contarle un poco de dónde vengo para que pueda de algún modo visualizar una luz al final del túnel.
A veces se me olvida que tan solo le estoy mostrando una parte de mí misma, me resulta tan evidente que no estoy iluminada, tengo tan claras algunas de mis deficiencias y conflictos que olvido que la persona que está frente a mí no puede verme completa. Soy como la luna, con una cara oculta, no por voluntad sino por perspectiva.
Otras veces, como hoy, me hago la pregunta de si este no mostrarme tiene algo que ver con satisfacer un poquito, solo un poquito, mi ego. ¿Me gusta acaso que me miren con un cierto deje admirativo? ¿Hasta qué punto es cierto que no me doy cuenta de lo que pasa y de lo que puede imaginarse la persona que está ante mí?
Aquí está mi parte más humana y menos iluminada, esa parte que me hace seguir anclada al suelo y darme cuenta de que no estoy mejor, ni sé más, simplemente ando un poco por delante. Y este andar por delante no significa una puntuación más alta, no es algo favorable en el sentido de hacerme más merecedora de respeto o admiración, sino que humanamente me hace seguir trabajándome con más herramientas.
Hace poco, con un cliente con el que llevo un tiempo trabajando, elaborando una situación terminé explicándole cómo yo estaba actualmente gestionándome un conflicto. Me escuchó maravillado, casi alucinado, verbalizando al tiempo: “Creía que estabas mejor”. Al terminar de decirlo, estallo en un ataque de risa. Sentí, que mostrar mis pequeñas miserias le había hecho tanto bien como mostrarle en otras ocasiones mis avances.
Es bueno recordar que todos convivimos dentro del mismo cesto. Para nosotros los terapeutas para bajarnos el ego y para los clientes para subirlo.
Un oncólogo puede ayudar a sus pacientes a sobrellevar, curar o suavizar un cáncer, pero eso no le exime de desarrollar uno. Los terapeutas podemos ayudar a nuestros clientes porque, aun a pesar de tener una parte de nosotros que emocionalmente se une a ellos, sigue existiendo la parte objetiva que nos permite acompañarles. Mi parte objetiva se minimiza cuando de mí misma se trata, por eso, por mi bienestar y por el de las personas que acompaño, sigo trabajando en compañía de otros profesionales, tanto en grupo como individualmente, mis partes todavía oscuras.
Porque al igual que la luna, pocas veces un cliente ve “mi cara oculta”.