Para iniciar un proceso terapéutico suele ser necesaria la aparición de un malestar generalizado o un síntoma concreto y, aunque pueden parecer situaciones totalmente diferentes o dispares, la manera en que las trabajo es básicamente similar.
Las personas que acuden a mí con un malestar generalizado suelen estar más receptivas a mi enfoque terapéutico. Al no ser consciente de un aspecto concreto que les produzca esa sensación de insatisfacción, están más predispuestos a entender la necesidad de un proceso que, en primer lugar, les ayude a conocerse más profundamente y, más tarde, a aprender a irse gestionando de forma más saludable.
En el caso de las personas aquejadas por un síntoma concreto, su demanda inicial es conseguir que desaparezca. Cuando les explico que, desde la línea de trabajo que sigo, el síntoma tan solo sería la punta visible del iceberg y que, por tanto, es necesario trabajar en profundidad y de manera más extensa a su alrededor, a veces se sienten un poco preocupados, ya que realmente lo que buscan es una solución rápida y eficaz.
Este es uno de los aspectos en los que me gusta incidir en la entrevista inicial: la terapia es un proceso y, por tanto, eliminar el síntoma no es el objetivo único o principal, sino trabajar desde él: explorándolo y averiguando todo lo que abarca, cómo se sustenta y de dónde procede, para conseguir así que no se “regenere” o se manifieste de otro modo la mala gestión que nos ha llevado a él.
Otro punto en el que también suelo hacer hincapié, es en la necesidad de descubrir cómo la mala gestión que ha originado el síntoma incide en muchos más aspectos de la vida de mi cliente de los que en apariencia él cree.
También es cierto que hay síntomas, dígase la vergüenza por ejemplo, cuya presencia, casi omnipotente, se hace palpable en la vida de la persona, mientras que, por ejemplo los celos, a veces cuesta más darse cuenta cómo se cuelan en casi todas las situaciones, no sólo en nuestras relaciones de pareja.
Y no sólo eso, sino también cómo de alguna forma el síntoma no es algo que aparece de forma espontánea en nuestra vida, sino que su llegada se viene gestando desde muy atrás en el tiempo, incluso puede ser un patrón aprendido de nuestros familiares más allegados.
Todas las terapias buscan lo mismo: ayudar a desenvolvernos de manera más saludable y satisfactoria. Y todas ellas llegan a conseguir su objetivo si tanto terapeuta como cliente creen en aquello que están haciendo.
Recuerdo a una muchacha con la cual mantenía una primera entrevista, (informativa, gratuita y sin compromiso) que, en un momento dado de la sesión, se quedó fijamente mirándome y me preguntó:
–“¿Pero esto sirve?”
-A mí me ha servido – Le respondí.
Cada uno de nosotros buscamos los zapatos que mejor se adapten a nuestro modo de andar: a mí me resulta imposible calzarme zapatos de tacón alto, alguna vez lo he intentado, pero subirme a esas alturas me causa vértigo y tengo la sensación de que caeré de semejante andamio y me romperé la crisma.
Lo mismo sucede con la terapia. Hay personas que sólo pretenden deshacerse de un síntoma, no les preocupa (al menos en ese momento de su vida) ninguna otra cosa. No desean indagar en su mundo interior, ni crecer, ni profundizar.
A estas personas les sugiero que busquen una corriente psicoterapéutica más acorde con su talante. Sin embargo, a aquellas a quienes mi argumentación les resuena o atrae, las invito a que me dejen caminar a su lado, acompañándolas temporalmente, compartiendo y apoyando su evolución.
Desde mi visión, el síntoma es una alerta sobre la que hay que recapacitar, es una señal inequívoca de que algo no anda bien y de que, quizás, llegó la hora de ponerse manos a la obra para afrontar y solucionar todas aquellas gestalts que tengo abiertas en mi vida.
Fotografía cedida por mi amiga Anna Arroyo. Gracias.