Cuando por fin aceptamos racionalmente que una relación ha terminado, lo que resulta verdaderamente dificultoso para algunas personas, es el hecho en sí de romper definitivamente y distanciarse. Es como que la cabeza va por un lado, sabiendo perfectamente que “eso” ya no nos conviene y por tanto no nos interesa y, por el otro, el sentimiento que nos impide alejarnos de la otra persona, por mucho que sepamos que más que amor es dolor lo que sentimos a su lado.
En algunas ocasiones, el enfrentamiento de la pareja es visible y ostentoso, siendo ambos miembros conscientes; en otros casos, simplemente se trata de una sensación de insatisfacción, de apatía o malestar que al final aboca a uno de ellos a obtener la nítida visión de que se acabó.
Suelo encontrarme en terapia personas con esta sintomatología y leyendo estos días el libro de Teresa Viejo Pareja ¿fecha de caducidad?, en concreto este párrafo, me recordó ambas situaciones y la problemática que cada una de ellas ocasiona a los componentes de la pareja y al tercero involucrado:
“Vaughan llama ‘persona transicional’ a ese ser que nos ayuda en el tránsito de liberarnos de la antigua relación pero no tiene por qué ser un amante; puede serlo un psicólogo o un miembro cercano de la familia en quien nos apoyamos y que nos ratifica en nuestro deseo de ruptura”.
Da igual si el descontento es evidente, incluso es posible que las disputas sean cotidianas, a veces, si no aparece “una ayuda externa”, ninguno de los miembros es capaz de ejecutar la acción definitiva y romper el vínculo.
Las personas que son incapaces de interrumpir una relación aun a pesar de su incomodidad suelen padecer lo que llamamos “dependencia emocional”. Este tipo de personas cuya sintomatología se caracteriza entre muchos otros aspectos por tener una autoestima baja, requieren de un “bastón” en el que apoyarse para finalmente acabar tomando esa decisión que llevan tanto tiempo ansiando.
Aquí incluyo esas relaciones en las que la aparición de un tercer miembro, del que supuestamente se enamora una de las partes, ocasiona a ojos externos la ruptura de la pareja. Sería lo que algunos llamamos “el hombre o la mujer de paso”. A veces no se trata de relaciones definitivas, aunque nos lo puedan parecer en un primer momento; más bien son ese empujón que nos ayuda a actuar.
Si las peleas eran continuas y evidentes, la situación puede entenderse, aunque no aceptarse, por la parte supuestamente despechada y abandonada.
El peor conflicto es cuando no existían ostentosas evidencias de la desavenencia, es ahí cuando la complejidad del asunto enturbia mucho más la visión y las proyecciones campan a sus anchas. En estas ocasiones, el miembro de la pareja despechado suele desresponsabilizarse de su implicación en la situación y cargar las culpas de lo sucedido en los otros miembros del triángulo.
Una de las críticas que leí hace algún tiempo que se hacía a la Terapia Gestalt es que era una rompedora de parejas, que los terapeutas formábamos parte de una secta que nos dedicábamos a conseguir que las parejas se separaran para así conseguir adeptos a nuestra ideología.
En un proceso terapéutico gestáltico no se pretende en absoluto que el individuo realice acciones determinadas que el terapeuta haya decidido de antemano. Lo que se procura es que esa persona pueda gestionar de manera más saludable su vida de lo que hasta ese momento había sido capaz. Del mismo modo, que pueda llegar a conseguir que sus ataques de angustia no le paralicen o que pueda aprender a confrontar de manera asertiva; también se pretende que tome sus decisiones sin sentirse condicionado por deseos externos y, si eso le conlleva a una separación de pareja, es su solución, nunca la nuestra.