Hace poco más de un mes que falleció mi madre y a finales de abril hará veinte años que lo hizo mi padre. Son dos de las experiencias que más han marcado mi manera de vivir.
La muerte es esa fase final a la que todo individuo ha de llegar. Es una condición que implica el estar vivo y, aun así, es la gran ausente. Sabemos que todos sin excepción deberemos enfrentarnos a ella y desde hace muchos años, por no decir algún siglo, hemos desterrado de la educación de nuestros hijos el ayudarles a convivir con esta circunstancia. Al menos, esta es la educación que recibí y con la que he convivido en mi entorno.
Cuando murió mi padre, no había empezado todavía mi proceso de crecimiento personal; en ese tiempo creía que hacer partícipes a mis hijos de los rituales que acompañan a toda defunción era algo cruel y que podía crearles malestar o preocupación excesiva. No quería que viesen a los moribundos en momentos muy avanzados ni que asistiesen a los entierros o a cualquier otro acto.
Ahora soy consciente de cómo estaba proyectándoles mi miedo y mi incomprensión sobre el proceso: yo temía morir, yo temía el sufrimiento que siempre había asociado a un deceso y yo quería eludir participar de esos ritos como espectadora.
Como persona emocionalmente dependiente, cualquier circunstancia o situación que tuviese que ver con la ruptura o la pérdida suponía para mí un desajuste emocional grave. La muerte de un familiar es, pues, el máximo exponente de esta situación; afortunadamente, la vida no me ha enseñado la lección con el fallecimiento de alguno de mis hijos (¡gracias, vida!), pero me ha dado a probar el sabor agridulce de una muerte cercana en dos momentos puntuales de mi existencia: uno en el que me dominaba la locura y otro en el que convivo con ella.
Perder a un ser querido es doloroso; nos cuesta desprendernos de lo que deseamos o amamos, es esa parte egoísta que se resiste a que la vida siga su curso, a que todo fluya sin nuestro control. Muchas agonías durante el proceso de partida se originan por ese miedo a dejarnos, ese miedo a vivir (en este caso la muerte) aquí y ahora. Las personas se agarran a la vida como a un clavo ardiendo y los familiares fomentamos muchas veces este apego no queriendo que se marchen, creando en el lecho de muerte situaciones o expresando comentarios respecto al dolor o la expectativa de incapacidad de seguir adelante sin la persona amada.
Existen muchos casos en los que parece que el moribundo espera a que los familiares se ausenten un momento de la habitación para dejarse marchar. En otras circunstancias es totalmente lo contrario, esperan a que llegue alguien en concreto para poder irse.
Alegrarse y reír ante un nacimiento es tan sano como entristecerse y llorar ante una muerte. Nuestros hijos han de aprender a manejarse en todas las situaciones, dejarse sentir todas las emociones, fluir todos los sentimientos. Hacer un proceso de duelo también es algo que se puede aprender. Que mis hijos me vean afectada por lo sucedido, llorar cuando siento la necesidad, reír ante recuerdos o fotografías, les sirve de modelo, de ejemplo. Bloquear los sentimientos desagradables y hacerles creer que nada ha sucedido es negar una parte de la vida.
No existe vida sin muerte, ni alegría sin tristeza, ni luz sin sombra. Ya es hora de dejar de luchar por controlar y dirigir lo que nunca ha estado en nuestra mano. Es momento de aceptar y agradecer lo que nos fue dado y desde ahí disfrutar de lo que tenemos mientras lo tengamos.
¡Gracias a todos los que vivieron antes que yo y a los que lo harán tras de mí!