Sin derecho

 

 

große AngstDesgraciadamente, demasiadas personas viven en un estado de amargura constante, sienten que sus vidas no se desarrollan como desearían, siendo incapaces de apreciar todo el poder que poseen para conseguir el cambio.  No se permiten llevar a cabo ni siquiera pequeños deseos por vergüenza, viven con la constante sensación de ser observados y juzgados.

Sólo a través de vivenciar experiencias basadas en la exposición al cambio son capaces de ir alterando esta percepción tan sesgada con la que conviven.

La vergüenza es una de las emociones que sienten con más frecuencia y de las más difíciles de erradicar. Todos hemos experimentado más de una vez el sentido del ridículo, no sólo en relación a nuestra persona, sino también el llamado ridículo ajeno, que es aquel que nos hace sonrojar o querernos esconder cuando la situación no va con nosotros.

Hay quien tiene vergüenza de su aspecto, de su ropa, de su forma de moverse, hablar, sonreír….  Y hay quien tiene vergüenza de ser. Esta es la peor de las turbaciones porque está sutilmente agazapada en nuestro interior permitiendo que afloren todo tipo de vergüenzas que no tienen realmente nada que ver con la verdadera. Son este tipo de personas que no se permiten ningún tipo de desliz, ningún cambio en sus costumbres o hábitos porque se sienten seguros en estos ambientes controlados en los que creen tener todo bien dominado.

Os hablaré de Cecilia: mujer madura, divorciada, con hijos adultos fuera del hogar. Aparentemente autosuficiente, con una profesión liberal que le permite una vida más o menos desahogada. Apareció en consulta porque se sentía atada e incapacitada para llevar a cabo ya no grandes cuitas, sino simplemente pequeños deseos como ir sin sujetador debajo de la ropa. Solo de pensar en hacerlo le entraba angustia. Cuando una vez se había permitido bajar la basura de esta guisa, estaba tan alterada, quería moverse tan rápido para volver a casa con la mayor presteza que estuvo a punto de tropezar y caer; hecho que la hizo sentirse mucho más indefensa y débil, acrecentando su sentimiento de vergüenza.

Existen dos maneras de llevar a cabo una acción: conscientemente y desde la contrafobia. Cecilia había utilizado la segunda. Cuando realizamos una acción sin consciencia, bloqueamos la respiración permitiendo el mínimo paso de aire, el imprescindible para sobrevivir, contraemos el cuerpo, constreñimos el tórax y nos proyectamos hacia fuera como si nos preparásemos para la lucha y salimos prestos hacia el objetivo. En definitiva, estamos en estado de tensión. Realizamos la acción de manera rápida, como para sacarnos el tema de encima, solventarlo de un guantazo y ¡fuera!

Sin embargo, enfrentarse a la misma situación desde la consciencia implica una respiración completa (llenando vientre y pecho), tranquila y calmada. No es necesaria la rapidez, empleamos el tiempo justo y necesario, sin exceso ni escasez. Todo nuestro cuerpo se mueve al unísono y la tensión desaparece.

Las acciones que realizamos de modo contrafóbico, esas que sólo llevamos a cabo cuando no queda más remedio o queremos quitarnoslas de encima lo más rápidamente posible, no nos dejan huella favorable, no sirven de aprendizaje, no ayudan al cambio, más bien todo lo contrario, suelen favorecer el sentimiento inicial, abonando en este caso la vergüenza y el miedo.

Eso es lo que Cecilia había hecho y el resultado obtenido no era una recompensa por su osadía, más bien era un castigo a la desfachatez, o así era como ella lo definía.

Nunca se había atrevido a cumplir su deseo, salvo en esa ocasión, porque creía que todo el mundo se daría cuenta de lo que pasaba y la observarían emitiendo cualquier tipo de juicio despreciativo. Pensaba que para poder hacer algo así era necesario tener un pecho hermoso y no como el suyo, al que consideraba blando, asimétrico y caído por los años y los hijos. No se permitía ese pequeño deseo porque no era perfecta, no tenía derecho. Trabajando en las sesiones, se dio cuenta de que no sólo se sentía así en relación a su pecho, sino a toda su persona, a su físico, a sus actitudes, a su carácter. Como que nada de lo suyo era suficiente y no tenía derecho a permitirse lo que otras personas sí, ya que ella no era “como debería ser” para poder hacerlo, se castigaba por ese motivo no permitiéndose siquiera pequeños deseos o disfrutes.

Tenía vergüenza de ser.

Paralelamente, empezó a realizar pequeños experimentos vivenciales que la ayudaron a ir rebajando esta sensación de vigilancia perpetua. Darse cuenta de que su creencia (“todo el mundo está pendiente de mi”) era una fantasía catastrófica más que una evidencia fue ayudándola a superar y sostener este sentimiento de invalidación que la había acompañado toda la vida.

Estando en verano, con el calor sofocante, empezó a tener molestias. El sudor le producía escozor en zonas concretas de su cuerpo: en el vientre a la altura de la cinturilla de la falda o pantalones, en los pechos en la parte inferior donde el sujetador aprieta. Decidí aprovechar y le propuse realizar de nuevo la experiencia, el resultado fue maravilloso.

Salió de casa nerviosa e inquieta, respirando pausadamente, consciente de todas sus emociones y sentimientos; mirando a las personas con las que se cruzaba para darse cuenta de que nadie la miraba y de que las que sí lo hacían no mostraban signos de alteración o estupor, ni siquiera asombro. Se fue relajando.

Tras ese día, siguió practicando. Actualmente, usar o no sujetador (al igual que otros aspectos de su vida) ya no tiene nada que ver con la mirada externa, simplemente depende de su apetencia.

Si tienes alguna duda o quieres tratar algún tema en concreto no dudes en contactar conmigo por teléfono o correo electrónico.

 

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