El aguijón
A pesar de ser plenamente consciente de mi responsabilidad sobre todo aquello que me sucede (me guste o no el resultado, estén o no implicadas más personas), no puedo evitar que ante el fracaso o, mejor dicho, ante un desenlace no deseado, aparezca de manera inexorable el pensamiento de “no es culpa mía” cual terrible aguijón de escorpión para clavarse en mi autoestima.
Sigo llevando en mí ese monstruo de la arena del Prisionero de Zelda, que no hace más que reaparecer una y otra vez, aunque crea haberlo eliminado más de mil veces.
También es cierto, bueno es reconocerlo y validarlo que, con el tiempo, su tamaño ha ido menguando y ahora se asemejaría más al escorpión diminuto de Guatemala (Diplocentrus motagua sp).
De todos modos, me conviene aceptar que, grande o enano, me acompañará durante toda mi andadura vital.
Cuando más aparece este impresionante y desestabilizador compañero es en las situaciones que comparto con otros seres humanos. Tanto sea una relación de pareja como un proyecto de cualquier índole, si, finalmente, mis expectativas no coinciden con el producto último, mi primer impulso es excusarme a mí misma, diciéndome que he hecho todo lo que he podido, que no es culpa mía, que él o ellos no han invertido tanto esfuerzo o lo que crea apropiado proyectarles.
Sigo deseando no ser yo el origen o la causa del supuesto desenlace, sigue existiendo en mi interior esa herida abierta que me impulsa a buscar “un culpable externo” al infortunio, ya que, a pesar del trabajo realizado, sigo cohabitando con mi niña herida que, al mínimo despiste, sugiere sibilinamente que si no soy buena, laboriosa, servicial, fructuosa, exacta, rigurosa… perfecta, nadie me va a querer.
Y aunque he conseguido con el trabajo terapéutico lograr que el aguijón ya no se clave con la fuerza de antaño, incluso que la mayor parte de las veces se quede aleteando pegado a esa cola monstruosa sin llegar a pinchar, debo aceptar su existencia y no bajar la guardia, pues no pierde oportunidad para hacer acto de presencia.
Cuando empecé mi proceso de crecimiento personal creía, ingenuamente, que llegaría el día en que todo esto sería cosa del pasado, que podría decir que había superado mis conflictos y que me sentiría liberada de todas mis torturas.
No existe la utopía y, a pesar de saberlo, sigo persiguiendo ese mismo objetivo, sigo esforzándome por lograrlo, pues el beneficio que obtengo es que soy yo quien maneja la nave, no son mis conflictos los que la gobiernan.
Hoy veo el escorpión y puedo hacerle frente. En ocasiones, ya ni siquiera nos peleamos, se mueve alrededor mostrándose y recordándome su fuerza.
Mi herida ya no es tan grande, está muy cicatrizada, la piel que la recubre es sensible y tierna. Todas las mañanas me levanto dispuesta a cuidar con mimo de mis cicatrices, con la intención de cerrar concienzudamente y de manera definitiva los puntos que puedan seguir aún abiertos y cada noche me acuesto agradeciendo, al menos, haber conseguido que no se abriera todo lo ya cerrado.
Porque lo que se cerró siempre puede volver a abrirse y si no vigilo, algún otro monstruo puede elegir la herida para anidar allí su prole.
El trabajo terapéutico nunca termina, reconocerlo y aceptarlo hace la tarea menos ardua y, aunque sigo teniendo conflictos, me siento liberada de mis torturas.