Aun siendo totalmente diferentes, los seres humanos tenemos necesidades, deseos e ideales comunes. Los ideales suelen ser esa fuerza inspiradora que nos hace seguir hacia adelante, esa energía que nos empuja en los momentos de decaimiento. Aunque también pueden aparecer como esa fantasía ilógica e instigadora que nos ciega, pretendiendo hacernos cambiar aquello que creemos erróneo.
Perseguir una meta, un objetivo, un ideal, incluso una utopía, por irreal que sea, no tiene por qué arrastrarnos al desánimo, a la frustración o al fracaso. Esta clase de búsqueda promueve mejoras en nuestra vida, pues, a pesar de saber que nunca llegaremos a su total consecución, el simple hecho de adentrarnos en ella nos mejora y vivifica. Un ejemplo evidente es el proceso de crecimiento personal: somos conscientes de que no llegaremos a la iluminación y no por ello dejamos de intentarlo, con lo que cada día ganamos un poco más de equilibrio, paz y bienestar.
Sin embargo, perseguir ciertas fantasías o modelos, creyendo que son las únicas, indiscutibles y válidas opciones, puede arrastrarnos a la desesperación. Cuando perdemos de vista este aspecto etéreo e irrealizable, aunque deseable, para convertirlo en ansiado objetivo es cuando nos desanimamos.
Hablar sobre la familia es adentrarse en uno de esos temas universales que nos puede llenar de regocijo o hundirnos en la más profunda de las miserias, según si el ideal que tenemos sobre cómo ha de ser se adapta o no a nuestra realidad.
Profundizar en el origen del ideal de familia, en cómo hemos adquirido ese constructo, en qué nos ha llevado a ello, no es lo realmente importante; lo verdaderamente indispensable es reconocer y aceptar cómo es esa familia ideal que hemos forjado en nuestra mente.
¿Cuál es la primera imagen que te aparece cuando oyes la palabra Familia? La mayoría de las personas a las que he preguntado visualizan una fotografía de su familia biológica.
Si os tomáis unos minutos y buscáis esta entrada en el Diccionario de la Real Academia encontrareis unas diez acepciones de las cuales seguramente tan solo las tres primeras tienen algo que ver con la consanguineidad.
Si buscamos ese nexo común entre todas estas definiciones, encontraremos que es esa “sensación de unidad, de pertenencia” que puede darse por infinidad de criterios que abarcan desde los biológicos a los sociales y que no son excluyentes: se puede pertenecer a varias “familias” al mismo tiempo.
Que pensemos o no prioritariamente en nuestra familia biológica no es la cuestión, sino más bien qué pensamos y sentimos ante esa imagen, ya que asociamos al concepto en sí mismo toda una serie de connotaciones que abarcan desde los roles a las interacciones entre los diferentes miembros de la familia.
Cuando nos damos cuenta de que la sensación emergente ante el pensamiento o la visualización es de malestar, el cual puede oscilar desde la simple incomodidad a la angustia, acompañado por sentimientos que pueden variar de la indiferencia (bloqueo) a la rabia, donde la culpabilidad suele ser una constante o aparece cualquier otro pensamiento desenergizante, sabemos que algo no cuadra.
Retomando los significados de Familia, nos damos cuenta de que el problema radica en el juicio que hacemos sobre “cómo es”.
Tenemos una idea preconcebida de los roles y del tipo de interacciones que debe haber entre los diferentes miembros y si cada individuo no ejecuta el baile que creemos que le está destinado entramos en grave conflicto. En nuestro concepto de familia interviene un pensamiento parásito de cómo debe ser y es ahí donde nos confundimos si la realidad difiere del modelo.
Aceptar es la base de la tranquilidad. Existen circunstancias imposibles de cambiar, simplemente hemos de aprender a convivir con ellas.
El ideal es aquella imagen mental hacia la que nos dirigimos pero cuando lo que pretendemos es remodelar a los individuos o sus interacciones con nosotros para que se adapten a ese prototipo deseado, esto se convierte en una falacia con la que nos herimos.
La familia biológica es aquella a la que pertenecemos por criterios genéticos, nos une “la sangre”. La familia emocional es a la que pertenecemos por amor. La primera no se puede elegir, los individuos pertenecen a ella gracias a sus progenitores. La segunda es una elección, ya que no existe la obligación de amar.
Muchas veces ambos criterios suelen unirse y determinados individuos consiguen fundir en una sola ambas opciones, aunque no siempre es así.
Cuando olvidamos que el ideal es simplemente un proyecto hacia el que nos encaminamos entramos en malestar y en conflicto.
Es bueno recordar que Ideal es aquello:
“Que no existe sino en el pensamiento”
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