Empiezo a tener edad para contar batallitas y, aunque una parte de mí (la neurótica, naturalmente), aún se remueve incomoda ante este hecho, la otra se ríe satisfecha porque el poder mirar con perspectiva me proporciona información, lo cual me ayuda a relativizar y flexibilizarme.
He crecido con ciertas creencias que, sin ser mías todavía, en ocasiones se me cuelan y me originan cierto desequilibro, hasta que finalmente consigo colocar cada aspecto en el lugar que le corresponde.
Una de ellas dice que la vejez es una mala pasada. No tengo la sensación de que las personas ancianas sean valoradas como fuentes de experiencia y sabiduría. No me gusta generalizar, pero no puedo evitar sentir y creer que la mayoría de las personas con las que me he relacionado y me relaciono, consideran que la jubilación, o el simple hecho de que tu edad empiece ya por un 6 o 7, es indicativo de que no hace falta tomarte con mucho interés, que al fin y al cabo ya estás en decadencia y no tienes mucho que ofrecer porque estás desfasada.
En una sociedad donde se da más prioridad a lo nuevo, donde la experiencia parece que sea más un lastre que un cúmulo de aprendizajes, ¿cómo se iba a considerar a una persona con edad una maestra en lugar de un estorbo? Y ahí ando, tocando ya el 6 inicial y sintiendo que lo que pierdo en elasticidad física lo gano en flexibilidad y adaptación emocional, dispuesta a no ceder mi lugar en el mundo sólo por el simple hecho de que ya crucé el meridiano. Que la sociedad como ente no me reconozca, no quiere decir que yo deje de hacerlo. Sigue habiendo personas válidas a edades avanzadas, de cuyas enseñanzas y experiencias podemos enriquecernos, simplemente hace falta seguir mirándolas y escuchándolas.
La vejez puede aportar también enfermedades que nos anulan, pero eso también sucede en la juventud, no tirar la toalla y creer en lo que hacemos y somos puede ayudarnos a seguir siendo nutricios.
Relacionada con esta creencia (o introyecto como lo llamamos en la Gestalt) está la siguiente: “hay que respetar a los mayores”. En mi infancia y adolescencia, me decían que a los padres y a todas las personas mayores SIEMPRE, SIEMPRE hay que respetarlas. Ahora, pasado el tiempo y con un cierto cúmulo de vivencias a mis espaldas, me pregunto: “¿a quién hay que mostrar respeto y bajo qué circunstancias?
Por una parte existía, entonces y en mi entorno, esa especie de respeto atemorizante que les otorgaban a sus progenitores, había como una cierta reverencia a la edad y a la paternidad (empleo este vocablo como genérico que abarca a padres y madres); por el hecho de tener más edad y haberles engendrado ya se merecían veneración.
PERO, y utilizo la mayúscula con verdadera “premeditación y alevosía”, compartía espacio con este miramiento, un sutil menosprecio. Recuerdo las conversaciones de las que como oyente participaba siendo niña, esas en que los adultos comentaban las actuaciones de sus padres, llegando a veces a criticarlas y denominarlas como “gagás”. Ahora soy plenamente consciente del cóctel de emociones que producían en mí estas creencias encontradas (respetar por un lado y son “gagás” por el otro) porque ya en su momento generaban en mí sensaciones corporales extrañas y confusas; sentía claramente que algo no encajaba, aunque en ese momento todavía no sabía el qué.
Me educaron bajo ese lema: “hay que respetar a los mayores”, esto era lo que se verbalizaba, pero existía un doble mensaje en el que la irreverencia se hacía patente. Teniendo en cuenta las acciones que acompañaban a las palabras, yo entendía: “hagan lo que hagan los mayores, sean o no merecedores del mismo”.
Les brindaban respeto por encima de todo y, algunos, ese desprecio fruto del rencor y del resentimiento. ¿Cómo puedo respetar y menospreciar al mismo tiempo?
Otra creencia relacionada era la de “a los abuelos hay que cuidarlos en casa porque no hacerlo es no sólo de malos hijos si no de malas personas”. ¡Toma bofetada!
Ninguno de mis abuelos pisó una residencia, dos de ellos porque murieron relativamente jóvenes, una fue autosuficiente hasta su muerte repentina y, la cuarta, la que llego a más anciana, porque mi madre que no llegó a trabajar nunca fuera del hogar, no lo hubiese consentido.
Me he preguntado muchas veces, ¿de qué sentimiento es fruto mantener a un progenitor o familiar anciano en casa?: ¿del deseo de tener al ser querido a mi lado?, ¿de la culpa, para no ser tachado de mal hijo y mala persona? Y lo que es aún más doloroso ¿cómo se siente alguien que ha crecido bajo estas mismas directrices cuando ha tenido que dejar a sus mayores en centros geriátricos por no poder hacerse cargo de ellos por sus enfermedades?
Ahora que me voy acercando paso a paso a esta nueva etapa de mi vida, he revisado estos mandatos y los he disuelto para crear el mío propio: “Respetadme si creéis que me lo merezco, queredme por lo que nos une, acompañadme mientras podáis y buscad la mejor solución para todos”.