Tenía ganas de profundizar en el tema de la independencia. Para ello me resultan significativas las acepciones de la RAE en torno al vocablo “independiente”:
1-Que no tiene dependencia, que no depende de otro.
2-Dicho de una persona: Que sostiene sus derechos u opiniones sin admitir intervención ajena.
Cuando por fin abandonamos el hogar paterno, solemos tener la sensación de que ya por fin somos independientes, de que podemos vivir nuestras vidas sin dar explicaciones ni pasarle cuentas a nadie, y cuán equivocados estamos, ya que la mayoría de las veces cambiamos una dependencia por otra.
Tal como dice Polly Young-Eisendrath en su libro “La mujer y el deseo”: “No existe una independencia real para los seres humanos, porque siempre necesitamos de los demás y dependemos de ellos; la independencia es una ilusión”.
Si la independencia como constructo abstracto, que sería la acepción primera arriba expuesta, es irreal e ilusoria, no lo es si la aceptamos como es descrita en la segunda acepción.
En la tierna infancia dependemos sana y lógicamente de nuestros padres; con los años y con la educación se supone que vamos adquiriendo las herramientas suficientes para convertirnos en seres individuales, responsables de nuestras vidas. El problema es que no estamos educados para ser realmente autónomos. Es decir, si por un lado, como animales sociales que somos, ya en cierto grado no llegaremos nunca a una independencia absoluta y le añadimos una educación que no favorece nuestra autodeterminación, pues tenemos un cóctel potente.
La independencia, como ya he explicado alguna que otra vez, requiere de un grado de responsabilidad elevado y de un grado de consciencia importante. Ser independiente significa tomar decisiones por mí misma y, para ello, es necesario que sea consciente del motivo que me hace tomar “esa” y no “otra” decisión. La responsabilidad abarcaría aceptar “la factura” o consecuencia ineludible que cada decisión comporta.
Creemos que elegimos libremente cuando muchas veces existen razones soterradas, que nos empujan. Para muestra un botón:
Tengo una amiga que se separó hace unos cuantos años. Desde entonces no ha vuelto a tener relaciones. Al principio estaba convencida de que se sentía cómoda sin tener un hombre a su lado; decía que ya estaba harta de tener que consensuar y negociar, que desde que estaba sin pareja no tenía que dar explicaciones a nadie. Con el paso del tiempo, fue reconociendo que su libido, aun a pesar de haber terminado el duelo hacía tiempo, seguía “dormido”. No sólo no tenía pareja estable, sino que no tenía ningún tipo de relaciones esporádicas. Aquí fue cuando empezó a dudar de que su planteamiento fuese acertado: ¿Cómo puedo decir que no quiero pareja cuando una parte esencial de la relación es el sexo y actualmente ni siquiera me apetece? ¿Hay algo en mí que impide que tenga deseo? ¿Qué me está pasando con esto? ¿Si sintiese deseo qué sucedería?
Esta última pregunta fue clave para ella: “Si sintiese deseo saldría al mundo en busca de satisfacción y entonces como heterosexual buscaría un hombre y…” Se dio cuenta del miedo que la embargaba. Miedo a volver a empezar; miedo a enamorarse y no ver al hombre realmente como era, con lo que pasado un tiempo, quizás, tuviese que aceptar que no era el hombre que buscaba; miedo a no saber cómo gestionar la relación; miedo a la ruptura… Miedo, porque SÍ quería una pareja pero no se atrevía.
Su decisión no era tan libre ni tan independiente. Cuando existe algún tipo de bloqueo, cuando algo que en circunstancias sanas funciona de un modo determinado y no sabemos por qué dejó de hacerlo, es un indicativo claro de que algo oculto está trabajando.
No es cuestión de dudar de todo lo que decidimos, simplemente se trata de intentar estar atentos. Aunque nos cueste reconocerlos a causa de nuestros bloqueos, siempre existen indicios que nos alertan.