La caja de Pandora.

El otro día, en una sesión, un cliente dijo, sin inmutarse lo más mínimo, que poseía una caja de Pandora donde colocaba todas aquellas situaciones que le resultaban molestas y desagradables, por las cuales no deseaba pelearse pero sí guardar como seguro para mostrar en caso de necesidad.

Me resulta verdaderamente interesante la creatividad de este hombre para hablar sobre el rencor sin ni siquiera nombrarlo y, más aún, para aceptar como lo más natural y sano para él la posesión de una caja, como su nombre propiamente implica, peligrosa en grado extremo.

Rencor y resentimiento son frutos del mismo árbol; observemos algunas de las entradas de la RAE al respecto:

Resentimiento: Tener sentimiento, pesar o enojo por algo.

                         Sentir dolor o molestia en alguna parte del cuerpo, a causa de alguna enfermedad o dolencia pasada.

Rencor: Resentimiento arraigado y tenaz.

El núcleo de estos sentimientos está, desde mi perspectiva, en esta “dolencia pasada”, en este “arraigado y tenaz” que implica tiempo prolongado. Si ante una circunstancia o situación me siento molesta, alterada o más profundamente dolida y dañada, la reacción para  intentar subsanar este sentimiento suele oscilar entre la confrontación (si es una reacción automática suele ser más bien un enfrentamiento) con él o los otros implicados y el mutismo acompañado o no de una aparente indiferencia.

En ambas circunstancias, si no se consigue aclarar la situación y llegar a un entendimiento, es decir, a la aceptación y el respeto tanto de opiniones como hacia los mismos individuos, se puede desencadenar el llamado resentimiento y, cuanto más avance el tiempo sin resolución del conflicto, llegar al rencor.

Visualizo esta “caja de Pandora” dentro de mí, la sitúo escondida entre los pliegues de mis entrañas, sujeta firmemente a las paredes intestinales por pequeños y gruesos cables por donde circula sangre oscura e intoxicada y repleta hasta los topes de pequeñas y minúsculas fibras brillantes, punzantes y ardientes. Estos cables contactan con mis capilares y desde ahí inundan mi cuerpo de toxinas que me recorren llenando mi organismo de malestar. A veces este malestar se hace patente en mis mandíbulas y por las noches el bruxismo parece que me dejará sin dientes. En otras ocasiones los retorcijones me doblan, se me producen fisuras anales por no permitir que mis desechos fluyan y desaparezcan libremente. En otras, un humor ácido y corrosivo no me permite disfrutar de las hermosas personas y situaciones que me rodean. Estos son algunos de los síntomas que me producía y aún en ocasiones, cuando olvido su presencia, me produce, mi caja de Pandora. Acepto y me doy cuenta de que, a pesar de intentar por todos los medios desprenderme de ella, está tan firmemente arraigada en mí que ante el mínimo descuido se apodera de minúsculas fibras emocionales para alimentarse. La gran ventaja que poseo es que conozco, además de su existencia, el gran peligro que comporta aun estando cerrada.

A diferencia del mito griego, nuestras cajas de Pandora son excesivamente peligrosas también cerradas. Dentro de nuestro organismo nos corroen y envenenan, el que no sepamos que algo existe no significa que no tenga influencia, más bien pasa al contrario: la ceguera en algunos aspectos de nosotros mismos hace que “eso” que no conocemos, que no vemos, a lo que no queremos dar importancia, sea capaz por esas mismas razones de poseer más fuerza, ya que se alimenta de esa nuestra inconsciencia.

La caja de Pandora abierta daña a todo nuestro entorno, incluidos a nosotros mismos, de manera evidente, pero cerrada hace lo mismo de forma más sibilina y peligrosa, ya que anda libre, silenciosa y sin ningún límite.

Si tienes alguna duda o te interesa tratar algún tema en concreto puedes contactar conmigo por teléfono o por correo electrónico.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.