La sincronicidades para algunos lo que la casualidad para muchos.
La casualidad sería una consecución de situaciones que puedan tener anecdóticamente algún nexo, pero no existe unión específica, no hay significado, simplemente son situaciones que acontecen sin ninguna finalidad concreta. Particularmente, no creo en las casualidades; a lo largo de los años, la experiencia me ha demostrado que las cosas no suceden sin ningún motivo, siento, interpreto, que “algo” las lleva hasta mí porque es el momento oportuno.
La sincronicidad es el término que utilizo cuando una serie de circunstancias o acontecimientos pasan en el momento justo, cuando interpreto ese nexo entre ellos, cuando siento que se complementan, viniendo o haciéndose visibles a mi percepción porque así ha de ser. Es cuando se van sucediendo circunstancias determinadas que interpreto estrechamente relacionadas con esa inicial y que de algún modo van confirmándola o configurándola, le van dando más cuerpo. Es como que le otorgan más fuerza, la asientan en mi aquí y ahora.
Incluso puede suceder que vislumbre la resolución de un conflicto al encontrarme inmersa en determinada situación, en un entorno concreto en un momento especifico.
Tal como dijo Jung, la sincronicidad es: “la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido pero de manera no causal”.
A todos nos ha sucedido al menos en alguna ocasión estar pensando en alguien, con quien hace mucho tiempo no tenemos contacto, en un momento dado desear o incluso decidir remediar ese hecho y, antes de que podamos pasar a la acción física (llamada telefónica, mail, teléfono, WatsApp…), es esa persona la que contacta con nosotros.
Me ha sucedido también, en más de una ocasión, albergar dudas sobre cómo o cuándo resolver determinada situación o tener que tomar una decisión sobre qué hacer y, de golpe, una conversación, la actitud de una persona, el tema de una película o cualquier pequeña circunstancia cotidiana, hacen que de repente me dé cuenta de aspectos esenciales que me ayudan a llegar a una conclusión, me aportan un mensaje sutil, simple e imperceptible para otras personas con las que pueda estar compartiendo contexto. Otras veces, el mensaje es compartido, no es algo que sólo yo interprete. Concretamente, de manera simultánea comparto este tipo de experiencias sobre todo con una gran amiga y no sólo estando en el mismo espacio físico, en ocasiones son mensajes prácticamente idénticos que nos llegan por distintos canales. A veces se trata simplemente de encontrarnos en momentos vitales semejantes y por tanto vernos inmersas en situaciones afines.
No hay una explicación lógica si entendemos como lógico este sistema cartesiano en el que hemos crecido. Sin embargo, si creemos en que nada ocurre gratuitamente y que nuestro pensamiento es un tipo de acción, simplemente se trata de la respuesta a esa acción.
Me educaron de manera ambivalente con respecto al pensamiento y al deseo. Por una parte, la religión cristiana, teniendo en cuenta el noveno mandamiento “No consentirás pensamientos ni deseos impuros” me daba a entender el gran poder que podían tener, llegando incluso a pecar según lo que pasase por mi imaginación. Sin embargo, cuando los pensamientos y deseos entrañaban cualquier otra aspiración que la Iglesia no considerase impura, no tenían la más mínima importancia y, debido a ello, la más inocua de las fuerzas.
Ahora es cuando aprecio la importancia de este noveno mandamiento y rescato su valor como indicador, como aviso, como consejo. Siento, vivo, con el convencimiento de que todo aquello que pienso y deseo tiene tanta fuerza como las acciones tangibles que llevo a cabo; eso no quiere decir que las situaciones o las respuestas a estas acciones tengan que resultar exactamente como yo quiera, pero sí que tienen la fuerza de movilizar la energía de mi entorno. En ocasiones lo distingo claramente, en otras no tanto, del mismo modo que me sucede con las palabras y los hechos.
Ya he hablado en otras ocasiones del poder del lenguaje (ver “Narrativa”, “Estoy bien de salud”), que no es más que el pensamiento puesto en palabras. Todo lo que pienso y deseo es un tipo determinado de energía que proyecto sutilmente al mundo del mismo modo que las palabras o las acciones son proyecciones más evidentes y menos sutiles. ¿Por qué motivo si la energía de las segundas tiene efecto no debería tenerlo la de los primeros?
Cuanto más convencida estoy de un aspecto, más evidencias encuentro al respecto, cuanto más focalizo mi mente en algo, más demostraciones veo. Tal como dije en un post anterior (ver “Verdad absoluta”) la mente es quien crea para cada uno de nosotros un mapa del territorio y gracias o debido a ello la configuración de dicho mapa suele convertirse entonces para cada uno de nosotros en el territorio; acepto que en mi mapa no existe la casualidad y, aun así, acepto que para muchos otros sí exista.