“El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”.
A pesar de haber oído e incluso verbalizado esta frase muchas veces a lo largo de mi vida, y aun habiendo experimentado en propia piel la verdad que encierra, hasta hace poco no he comprendido cuál es la razón que nos hace caer en la repetición aun sabiendo a nivel racional que “eso no me conviene y no quiero repetirlo”.
Los últimos avances en materia de neurociencia nos aportan una explicación clara y contundente al respecto:
“…Ya en los años setenta, Benjamin Libet, reconocido investigador de la Universidad de California, puso en entredicho la realidad de nuestro libre albedrío. Después de haber podido aislar con electrodos la zona del cerebro que correspondía a la toma de decisiones, pidió a unos voluntarios que hicieran un movimiento de dedos. En todos, la zona identificada como zona de la decisión se activaba casi medio segundo después de que los voluntarios hubieran hecho el movimiento. Es decir, que la decisión venía después del acto. Por supuesto, las personas objeto del estudio estaban convencidas de haber tomado primero la decisión y después haber movido la mano” (*)
Posteriormente, ha habido otros científicos que han realizado experimentos semejantes:
“…Haynes, (…) realizó un experimento con la ayuda de un escáner cerebral en el que las personas debían tomar decisiones sencillas. Tenían frente a ellos dos botones y podían decidir si pulsaban el de la izquierda o el de la derecha (…) Se registró la actividad cerebral de los voluntarios y se vio claramente que se podía predecir su decisión, si iban a pulsar el botón de la izquierda o el de la derecha, ¡hasta siete segundos antes de que la hubieran tomado!”(*)
Esta sería la explicación de porqué nos cuesta tanto cambiar ciertas respuestas o ciertos actos a pesar de que ya no estemos racionalmente a favor de los mismos.
Desde que decidimos (cognitivamente) hasta que ejecutamos lo decidido, pasa tiempo y esto suele hacernos sentir frustrados, ya que solemos creer que la cabeza es la que manda y, según esta premisa, no comprendemos lo que nos sucede.
La conclusión de dichos experimentos es que gran parte de los procesos neurológicos son inconscientes y que preceden a las decisiones conscientes, lo cual explicaría la razón por la que a pesar de nuestras buenas intenciones, llevar a cabo decisiones que implican un alto grado de voluntad (por ejemplo, empezar una dieta y apuntarse o ir al gimnasio) son tan dificultosas.
Esto es lo que sucede en terapia: la mayoría de los clientes quieren cambiar sus actitudes y sus comportamientos, saben lo que quieren hacer pero les cuesta realizarlo. Llegar a conseguirlo es un trabajo lento y constante.
Dentro de las sesiones, cuando vamos desgranando (terapeuta y cliente) la experiencia vivida (emociones, sentimientos, pensamientos) es como si volviésemos a revivirlo pero a cámara lenta. El trabajo de observación del terapeuta puede ayudar a registrar lo vivido inconscientemente, de manera consciente, con lo que iniciaríamos un nuevo aprendizaje sobre cómo resolver la situación.
Por decirlo de forma simple, poseemos un registro de respuestas y nuestro cuerpo reacciona aportando en cada momento la que considera pertinente, muchas veces, tal como sabemos, de manera contraria a nuestros deseos. Para cambiar este automático, necesitamos ir poco a poco. Todo lo que vamos experimentando en las sesiones de terapia va creando nuevos caminos que a base de práctica se volverán “transitables”.
Por tanto, si nuestro cerebro reacciona siete segundos antes de nuestra consciencia, la próxima vez lo hará habiendo integrado parcial o totalmente la toma de consciencia de la sesión terapéutica. Aunque no lo parezca, no procesará exactamente igual que siempre la información, sino que, de manera sutil, ya será en parte nueva la respuesta.
Siguiendo este proceso, llegaremos a la meta, eso sí, paso a paso.
Como siempre les recuerdo a mis clientes: Primero la consciencia y, luego, ya vendrá el cambio.
(*)Durand, Alain. “Reflexiones sobre la autorregulación organísmica y la consciencia a la luz de las neurociencias”. Revista de Terapia Gestalt. Nº 33
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