Bastantes años atrás, estaba convencida de la veracidad de esta frase. Me sentía víctima de las circunstancias y del comportamiento de ciertos allegados. Poco a poco, al irme reapropiando de la responsabilidad tanto de mis acciones como de mis pasividades, pude apreciar no sólo la inexistencia, en la mayoría de las ocasiones, de la culpabilidad como sentimiento legítimo (ver “Las emociones inútiles” y “Culpa vs. responsabilidad”) sino también lo inapropiado de medir el grado de dolor o sufrimiento.
No pretendo dar a entender que la culpabilidad es siempre un sentimiento inútil e infundado, aunque he constatado que la mayoría de las veces así es. Nuestra neurosis se asienta en ella, convirtiéndola en una de tantas columnas donde se sujeta para permanecer inalterable el máximo tiempo posible. Con ello, consigue que el verdadero sentimiento de culpabilidad, ese que nace al darnos cuenta de cómo hemos errado, ya sea consciente o inconscientemente, quede ahogado y, consecuencia de ello, el arrepentimiento que nos llevaría a la restitución del daño, si es posible, o como mínimo a la disculpa, dé lugar al remordimiento que sirve únicamente para seguir reconcomiéndose.
De la mano de este descubrimiento, vislumbré una situación parecida con el grado de dolor o sufrimiento y cómo me dedicaba a comparar entre “el mío y el del otro” para con ello conseguir sentirme dentro del malestar mejor, más importante, especial; en definitiva, más víctima.
¿Cómo es posible cuantificar si mi dolor es mayor que el tuyo?
Antes de seguir, me gustaría aclarar que aunque parecería que hago una diferencia entre enfermedad física y emocional, simplemente es una distinción semántica para la explicación, ya que creo que realmente todo son enfermedades del cuerpo y en esencia todas son psicosomáticas (ver “Enfermedades alertas del cuerpo”, “¿Enfermedades físicas, psíquicas o psicosomáticas?”)
Cuando se trata de enfermedades físicas, podemos concluir, según lo avanzado de su estado, la resolución. Podemos saber si este proceso será doloroso, incluso si lo será mucho o poco. Pero ante dos casos muy similares, por ejemplo de enfermedades terminales, ¿quién es capaz de juzgar cuál de las dos personas lo está pasando peor? Más aún, ¿quién puede saber qué dolor es peor que otro?
Los médicos teniendo en cuenta su experiencia suelen tener opiniones concretas sobre lo dolorosas que son y, en consecuencia, actúan proporcionando los fármacos adecuados. Pero será el propio paciente, en cada caso concreto, quien indicará si la dosis es la adecuada o pedirá un aumento de la misma según sea su estado.
Tomemos como ejemplo un simple dolor de muelas, ante la insistencia: ¿quién es capaz de negar un calmante? No olvidemos que hay gente más susceptible y otros más sufridos, hay quien tiene mucha capacidad de aguante y otros muy poquita. No es ni bueno ni malo, es lo que es.
Con el sufrimiento y el dolor emocional pasa algo muy parecido: por un lado como con la culpa y por el otro como con el dolor físico.
El dolor y el sufrimiento serían como el arrepentimiento y el remordimiento. El dolor es ese sentimiento de pena y congoja que aparece cuando algo termina, cuando una relación se rompe, cuando fallece un ser querido; es real, al igual que el arrepentimiento se sustenta de una situación concreta. Sin embargo, al igual que el remordimiento, el sufrimiento tan sólo sirve para estar reconcomiéndose en la situación sin ninguna otra finalidad (ver “Resiliencia”, “Sufrir por amor”,).
Por tanto, ¿cómo nadie, incluida yo misma, puede juzgar quién siente más dolor o sufrimiento?
Tuve una conversación hace algún tiempo con una terapeuta de adicciones. Ella es adicta rehabilitada y yo soy coadicta. Durante el transcurso de la charla llegamos a un punto muerto: ella era de la opinión de que el adicto sufre mucho más que cualquiera de sus familiares coadictos y por eso durante el tratamiento es a él a quién hay que priorizar, pues una recaída le puede llevar a la muerte.
Comprendo que en el tratamiento de rehabilitación se priorice al adicto, pero paralelamente los familiares han de hacer su propio proceso ya sea en el mismo centro (si hubiese terapia para ellos) o en cualquier otro centro o terapeuta especializado. No es bueno olvidar que la adicción es una enfermedad familiar y que sin un trabajo por ambas partes (familia y adicto) la recuperación está abocada al fracaso (ver textos del apartado “Codependencia”).
Donde realmente apareció nuestra discrepancia fue en ese sufre mucho más que ella aplicaba al adicto, basándose, creo, en los sentimientos de culpa (remordimientos) que todos ellos sienten. Me pareció que olvidaba esos mismos remordimientos que acompañan a todos los familiares: por no haber sabido ayudarlos, por no haber actuado antes, por no poner límites, por…
Es cierto que el adicto juega con la muerte, cierto que cualquier recaída puede llevarle a ella. Pero también hay codependientes que andan por ese mismo filo, a veces su desequilibrio llega a ser tan grande como el del propio adicto y sus ganas de acabar con todo les empujan a soluciones drásticas.
Pero lo importante para mí es: ¿quién puede juzgar el dolor o sufrimiento de otro?, ¿quién está dentro de tu cabeza, de tu cuerpo, de todo tu organismo para erigirse dios, juez o jurado?, ¿quién es capaz de decidir con ecuanimidad si tu dolor es más importante que el mío?