¿Todo el mundo necesita terapia?

Los duelos.

Mi hijo adolescente me comentaba hace poco:

“Mamá, si por ti fuera, todo el mundo debería hacer terapia”.

Primero, me sentí juzgada: “¡Míralo éste!”

Segundo, le di validez: “Quizás tiene razón y es verdad que lo digo”

Tercero, me cuestioné: “Y, ¿qué creo realmente?”

Creo que todas las personas en un momento dado necesitamos ir a terapia, al igual que vamos al dentista a hacernos una revisión o vamos al cine para distraernos. No es más grave una necesidad que otra, simplemente es eso, una necesidad; quizás puntual, quizás no tanto.

Recuerdo cuando era pequeña cómo en las familias se hablaba del médico de cabecera. Ese “gran hombre” que servía tanto para un “roto como para un descosido”. Esa persona que estaba en los momentos de apuro y a la que se le pedía consejo sobre muchos temas, prioritariamente sanitarios pero no exclusivamente.

Algunas familias mantuvieron a través de varias generaciones el mismo médico. Su integración era completa, convirtiéndose en uno más de sus miembros.

Estos profesionales no eran quizás los más preparados académicamente pero si los más consultados. Orientaban y, lo más importante, escuchaban.

En las ciudades, su valor como consejero se perdió antes, pero en los pueblos perduró más tiempo.

En las familias más religiosas era el cura quien ejercía esta función de acompañamiento y escucha.

Ambos profesionales han tenido a lo largo del tiempo un peso muy importante a la hora de mantener el equilibrio emocional de las personas.

Necesitamos ser escuchados. Necesitamos que nos presten atención.

Poder expresar en voz alta las preocupaciones y las posibles opciones que creemos existen para solucionarlas, nos hace darnos cuenta, a veces, de lo descabelladas o acertadas que pueden ser.

Compartir lo que a uno le pasa, ya es parte de la solución. El sentirse acompañado es,  muchas veces, suficiente como para poder seguir adelante sin desfallecer.

Ante una muerte, una separación o situaciones dolorosas imposibles de cambiar, el tener a alguien que nos escuche sin que pretenda solucionar lo  insoluble, es más que suficiente.

A veces, los amigos con la mejor intención del mundo, pretenden suavizar la situación con palabras o invitando a acciones que nos alejen de ese dolor.

Entre otras, una de las funciones del terapeuta, es la de acompañar cómo antes hacían los médicos o los curas. Hay momentos en la vida en que, simplemente, hay que andar.

El dolor no desaparece por negarlo. El dolor se suaviza con el tiempo; aprendemos a vivir con él cuando lo aceptamos, cuando reconocemos su existencia y dejamos de luchar en su contra. El dolor es parte de la vida.

El sufrimiento es lo que sentimos la mayoría de las veces; es esa angustia profunda y desesperante por culpa de la que nos damos cabezazos. El sufrimiento nace de la lucha, de la negación de lo que es, de la búsqueda de un imposible.

Cuando alguien muere sabes que no volverá. Hubieses deseado que no fuese así y no puedes hacer nada para evitarlo. Le echas de menos y desearías que aún estuviese a tu lado. Hablas de él, de sus virtudes, sus defectos. Lo recuerdas con cariño y poco a poco lo dejas marchar al igual que a sus cosas. Esto es dolor.

En cambio, cuando alguien muere y deseas que vuelva, no aceptas su pérdida. Te  preguntas qué podías haber hecho para evitarlo. Te encierras sol@ con tu desesperación. Pasa el tiempo y te cuesta desprenderte de sus cosas. Sólo recuerdas sus virtudes, incluso quizás añades algunas. No andas, te arrastras. Esto es sufrimiento.

El dolor es vida, el sufrimiento no es vida.

El terapeuta es, entre otras cosas, el médico laico del alma. No sólo te escuchará, te ayudará a volver a andar.

Si tienes alguna duda o te interesa tratar algún tema en concreto puedes contactar conmigo por teléfono o correo electrónico.

 

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